17 de enero de 2020
Hosffman Ospino
Sentado a la mesa con mis hijos de 6 y 8 años hablamos sobre el colegio, juegos, amigos y libros. Recientemente nuestra conversación se centró en el año nuevo.
Mi hija preguntó, "¿qué significa comenzar un nuevo año?" Mi hijo respondió rápidamente que un nuevo año es una ocasión para pensar en la esperanza y soñar, una oportunidad para ser mejores. Con toda seguridad escuchó esto de alguna de sus maestras en la escuela
católica en donde estudian.
"¿Qué es esperanza?", preguntó mi hija. Como teólogo asumí que esta era mi oportunidad para enseñar a mis hijos una lección, retomando lo que le enseño a mis estudiantes de posgrado, algunas ideas de los grandes pensadores que han escrito sobre el tema.
Mi hijo me ganó una vez más en responder. "Bueno… esperanza es saber que el mundo puede ser mejor para usted y para los demás. Aun cuando las cosas no están bien, no tiene que ser así. Yo quiero vivir 100 años para hacer que el mundo sea un mejor lugar", dijo.
¡Perfecto! Sus palabras resumen la esencia de la esperanza cristiana de manera simple y profunda. Al escucharlo, mi hija respondió, "¡Yo también! Quiero vivir 100 años para hacer que el mundo sea un mejor lugar".
En las palabras sencillas de un niño escucho con voz decisiva tres convicciones cristianas que vale la penar recordar al comenzar un nuevo año.
Primero, siempre hay espacio para un mañana resplandeciente. Esto es lo que Dios reveló por medio de Jesucristo. La muerte no tiene la última palabra; el mal será desenmascarado; la desesperanza es el lote de quienes son incapaces de reconocer que la verdad y la justicia brillarán al final de todo.
Segundo, el pecado no es el modo natural de la existencia humana. No fuimos creados para vivir en un mundo de mentiras, o en un materialismo sin sentido, o sumidos en ideologías que nos hacen menos humanos. Cuando el sufrimiento de nuestro prójimo nos confronta, especialmente aquel de quien es más vulnerable, no podemos permanecer pasivos.
Tercero, todos tenemos la responsabilidad común de hacer que el mundo sea un mejor lugar para nosotros y para los demás. Saber que somos parte de un todo más grande que nosotros mismos es el mejor antídoto para resistir el individualismo ambicioso que ignora los lamentos de los demás y los lamentos del orden creado que está siendo expoliado en favor de ganancias rápidas mientras que ponemos en riesgo el futuro de las siguientes generaciones.
Después de la conversación con mis hijos, leo las noticias. Los Estados Unidos de América comienzan el año 2020 con aflicción: una sociedad tristemente dividida que parece haber perdido el sentido del bien común; un presidente formalmente acusado de conductas que le pueden llevar a la destitución; instituciones que pierden su credibilidad; líderes mezquinos que legislan casi impunemente bajo el manto de la democracia contra grupos y comunidades a las que deberían estar sirviendo; niños encarcelados en prisiones que hacen cada vez más ricos a unos cuantos; los pobres perdiendo los pocos beneficios sociales que hacen que sus vidas sean llevaderas; nuevas revelaciones de casos de abuso sexual de niños por parte del clero y el lamentable manejo administrativo asociado con estos casos, entre otros.
Decido parar. Lo que escucho en la mesa mientras ceno no coincide con lo que leo en las noticias. ¿Son estos universos alternativos? Quizás de eso es lo que se trata la esperanza cristiana. Una alternativa. La alternativa de Dios. No solo una posibilidad, sino también una vocación.
Como católicos y ciudadanos de esta nación necesitamos aceptar el desafío de soñar con esperanza. Sí, soñar… una y otra vez. No podemos dejar de soñar. Tenemos que soñar inspirados en la verdad y la belleza del Evangelio. Tenemos que hacer esto siguiendo los pasos de nuestros niños.
Porque la esperanza es contagiosa, quiero soñar con mis hijos y decir, "¡Yo también! Quiero vivir 100 años para hacer que el mundo sea un mejor lugar". Feliz 2020.
Osffman Ospino es profesor de teología y educación religiosa del Colegio Boston.