27 de diciembre 2019
Homilía para la Misa de Navidad a medianoche en 2019, en la Catedral de Santa María
Introducción
“¡Oh, pueblecillo de Belén, durmiendo en dulce paz! los astros brillan sobre ti con suave claridad”. Las palabras de este querido villancico de Navidad son bien conocidas por nosotros, y lo cantamos con cariño en esta época del año, como lo hacemos con tantos otros villancicos apreciados. El relato de San Lucas sobre el nacimiento del Señor es el que inspiró este villancico, esta es la historia que escuchamos relatada en el Evangelio para esta Misa de Navidad durante la noche.
Belén, ciudad de David
¿Pero, por qué Belén? Si es un pueblo pequeño. Una vez había sido importante, pero para cuando nuestro Señor nació era pequeño e insignificante. Es otra señal de la manera en que Dios trabaja en el desarrollo de su plan para nuestra salvación eterna: siempre escogiendo lo que es manso y humilde para lograr sus grandes actos de salvación. Pero hay más que esto.
Belén es la ciudad donde nació David, y el lugar donde Samuel lo ungió como rey. Y el Mesías iba a venir de la casa, o sea, del linaje de David. Pero, ¿por qué David?
David ciertamente tuvo sus defectos. En algunos aspectos, serios defectos. Fue un guerrero feroz, y a veces despiadado y engañoso. Fue culpable de adulterio y asesinato, ciertamente entre los pecados más graves. Pero también tuvo sus virtudes: fue fiel en la amistad; fue respetuoso con su predecesor el rey Saúl, aunque Saúl tenía envidia y trataba de matarlo, y sin embargo David ni siquiera le quitó la vida a Saúl cuando tuvo la oportunidad; más bien mostró respeto por la vida de sus soldados; fue honesto consigo mismo y se arrepintió cuando había hecho el mal; fue perdonador; tuvo gran reverencia por el Arca de la Alianza; fue un poeta, escribiendo himnos en alabanza a Dios, que han llegado hasta nosotros hoy como los Salmos de David.
Como guerrero, tomó Jerusalén y la convirtió en la capital de su pueblo, uniendo a las doce tribus de Israel en un solo reino.
Era la edad de oro de Israel: estaba en la cumbre de su poder y prosperidad, habiendo vencido a sus enemigos bajo el liderazgo de David, con Egipto al sur debilitado y Asiria al este todavía no elevada al poderoso lugar que más tarde ocuparía en el antiguo Cercano Oriente.
Pero hay algo más que diferencia a David de todos los demás reyes de Israel: su inquebrantable fidelidad y lealtad al Señor, el Dios de Israel. El antiguo Israel siempre sintió el tirón que lo atraía a adorar los ídolos de todos sus vecinos paganos; el pueblo se plegaba fácilmente bajo esta presión cultural y política, dando la espalda al único Dios verdadero que se les había revelado y había hecho una alianza con ellos. Incluso los reyes no fueron ajenos a ello. Todos ellos vacilaron, y algunos terriblemente, hasta el punto de llevar a su pueblo a la adoración de los ídolos con ellos. Todos ellos excepto David: él siempre adoró solamente al único y verdadero Dios de Israel. Nunca cometió el pecado de la idolatría.
El rey David, entonces, se ha convertido en sinónimo de pureza en la adoración. Cuando bajo los reyes posteriores el reino se dividió y finalmente fue conquistado y destruido, los profetas proclamaron que Dios enviaría un nuevo rey que reuniría al pueblo y restauraría su esplendor más allá de todo lo que habían conocido. Así escuchamos esta noche la historia del cumplimiento de esa promesa, como el ángel lo anunció a los pastores: “hoy les ha nacido, en la ciudad de David [es decir, en Belén], un Salvador, que es el Mesías, el Señor”.
Silencio
Él es un salvador, el Dios invisible hecho visible para nosotros, Dios vuelto hacia nosotros y que no se mantiene alejado de nosotros. Su nombre es Emmanuel, que significa “Dios con nosotros”. Dios está presente para nosotros, y su misma presencia es nuestra salvación. Sin embargo ¿cómo eso hace una verdadera diferencia en nuestras vidas?
Dos versos más tarde en el amado villancico de Navidad cantamos: “Con celestial serenidad, desciende nuestro don, así concede Dios su amor a cada corazón”. La respuesta es: a través del silencio. ¿No les recuerda ese villancico navideño el más popular y querido de todos, Noche de Paz? Sobre la tierra se ciernen esta noche el silencio, la paz y la serenidad. Tal vez estamos viviendo en un mundo que ha olvidado a Dios porque vivimos en un mundo que ya no puede tolerar el silencio. Pero es el silencio lo que hace espacio para Dios, y así nos mantiene enfocados en la adoración del único Dios verdadero, y no de los muchos ídolos contemporáneos que compiten por nuestra lealtad. Es en el cultivo del silencio, el espíritu de oración, que escapamos de la banalidad y la competencia feroz de este mundo, y, en las palabras del prefacio de esta Misa de Navidad: “para que, conociendo a Dios visiblemente, por Él seamos impulsados al amor de lo invisible”.
Casa de pan
A través de esta pureza de la adoración, de la fidelidad inquebrantable al verdadero Dios, se nos da el don de ver con los ojos de la fe, de reconocer y comprender los misterios que están ante nosotros. No es casualidad que Dios haya elegido Belén para ser la ciudad de David, la ciudad de la que vendría nuestro Mesías y Salvador. No sólo porque era un pueblo pequeño e insignificante en el momento en que nació. Ciertamente, había muchos otros pueblos de este tipo en esa época. Pero la palabra Belén significa, literalmente, “casa de pan”. El Salvador sigue haciéndose presente ante nosotros en el altar, bajo los signos del pan y el vino en la santa Eucaristía. Sólo con los ojos de la fe podemos entender que esto se transforma verdaderamente en su cuerpo, su sangre, su alma, y su divinidad, según la promesa que él nos hizo: “El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él” (Juan 6,56).
¿Quiénes fueron los primeros en reconocer que este pequeño niño era más que un niño, los primeros en adorar a este niño como el Dios-que-se-hizo-hombre? No las élites poderosas, ricas o culturales, sino los que eran considerados como la escoria misma de la sociedad: unos pastores pobres e ignorantes. Tenían los ojos de la fe, porque con la pureza de la adoración pudieron recibir y entender el mensaje del ángel. ¿Y qué más proclamó el ángel, junto con la “multitud del ejército celestial”? “¡Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad!”.
La paz. El saludo que acompaña el anuncio del nacimiento del Salvador es el mismo saludo con el que el Salvador saludaría a sus apóstoles después de su resurrección: la paz. Su paz viene de su presencia resucitada y glorificada entre nosotros, la paz que fluye del altar a través de la santa Eucaristía, el sacramento de Dios vuelto hacia nosotros.
Conclusión
Los ojos de la fe entienden algo más de la historia de la Navidad. No es una coincidencia que el antiguo Israel alcanzara su época de oro en el orden temporal de su historia en el mismo momento en que fueron gobernados por el rey que siempre realizó de manera recta, y ordenada su culto al Dios que había hecho con ellos la Alianza. Deseamos tan profundamente la paz y la prosperidad, pero sin una visión espiritual apropiada vemos esto como meramente la
Homilía de la Misa de Navidad de medianoche ausencia de conflicto y bienestar material, en lugar de estar en una relación correcta y armoniosa con Dios y el prójimo, y de responder plena y fielmente a la vocación que Dios nos ha dado. Dios está presente para nosotros, pero sólo cuando estamos presentes para Dios, adorándole a Él y sólo a Él, cultivando el silencio en nuestro corazón a través de la oración, así nuestros corazones estarán abiertos al don del amor de Dios que quiere darse a cada corazón. Este don es un amor que está más allá de todo lo que este mundo tiene para ofrecer. Y así, en el amado villancico de Navidad sobre Belén, concluimos en el versículo final con las palabras: Oh, santo niño de Belén, desciende sobre nosotros, te lo pedimos; Echa fuera nuestro pecado, y entra, nace en nosotros hoy. Escuchamos a los ángeles de la Navidad con grandes buenas noticias; ¡Oh, ven a nosotros, quédate con nosotros, nuestro Señor Emmanuel!