24 de marzo de 2019
Carlos Ayala Ramírez
Según la narrativa del Nuevo Testamento sobre la resurrección, Jesús fue encerrado en un sepulcro, pero este no pudo contenerlo. Jesús no está en la tierra de los muertos: “No está aquí. Miren el lugar donde lo habían puesto”. Lucas dirá: “¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo? Jesús ha resucitado”. Y cuando el mensajero angelical les dice a las mujeres eso, menciona explícitamente la crucifixión: Jesús, “que fue crucificado por las autoridades”, ha sido resucitado por Dios. El significado es que Dios ha dicho “sí” a Jesús y “no” a los poderes que lo mataron. Es decir, la resurrección revela que Jesús no era ningún malhechor, ni había sido abandonado por Dios, ni fue un falso profeta y mesías. La maldad, el legalismo y el odio de unos seres humanos le arrastraron a la cruz, pero Dios lo resucitó, dando el sí definitivo a la vida y pretensiones de Jesús.
Por eso, para los primeros cristianos, creer en la resurrección del Crucificado significó volver a Galilea y a Jerusalén. A Galilea para proseguir sus pasos: vivir curando a los que sufren, amparando a los despreciados, defendiendo a los excluidos. Y volver a Jerusalén para reunir a la comunidad y compartir las experiencias del encuentro con el Resucitado, sin miedo a las autoridades judías ni a los romanos. Significaba, también, recibir la fuerza del Espíritu Santo, anunciar la Buena Noticia a la multitud y tener la valentía de decir a escribas y fariseos: “Jesús de Nazaret fue un hombre acreditado por Dios ante ustedes con los milagros, prodigios y señales que Dios realizó por su medio […] A este hombre ustedes lo crucificaron y le dieron muerte […] Pero Dios, liberándolo de los rigores de la muerte, lo resucitó, porque la muerte no podía retenerlo”.
De ahí que se afirme que celebrar la Pascua es entender la vida de manera diferente. Es intuir con gozo que el resucitado está en medio de nuestra vida sosteniendo para siempre todo lo bello, y lo limpio que florece en nosotros. Está en nuestras lágrimas y penas como consuelo permanente. Está en nuestros fracasos e impotencia como fuerza segura que nos defiende. Está en nuestras depresiones acompañando en silencio nuestra soledad y tristeza. Está en nuestros pecados como misericordia que nos soporta con paciencia infinita. La Pascua, en definitiva, es vigor, fuerza, ímpetu que convierte y conduce hacia una vida plena.
En esta línea, san Óscar Romero hablaba, en una de sus homilías (abril, 1977), de la fuerza pascual que transforma la historia y la Iglesia, posibilitando el paso de la muerte a la vida. Y al darle concreción a estas dos palabras, señalaba, en el ámbito histórico, que muerte “es pecado, mediocridad, injusticia, desorden, atropello de los derechos”. Por el contrario, “vida quiere decir justicia, respeto al hombre, santidad, esfuerzo por ser cada día mejor, porque cada hombre y cada mujer, cada joven, cada niño, vaya sintiendo que su vida es una vocación que Dios le ha dado para hacer presente en el mundo no solo la maravilla de la creación, que es imagen de Dios, sino la maravilla de la redención, que es elevación de la naturaleza, elevación de la sociedad, elevación de la amistad. Esa es la Pascua…”.
Y en su primera carta pastoral dirigida a la arquidiócesis, La Iglesia de la Pascua (1977), asume como propio el sentir que una Iglesia pascual “debe ser una Iglesia de la conversión, de la vuelta fundamental a Cristo, a sus exigencias radicales del sermón de la montaña”. Sin duda que volver a Jesús para arraigar a la Iglesia en su persona, mensaje y proyecto del reinado de Dios, es una exigencia primordial para una Iglesia que busca ser testigo del crucificado que ha resucitado. ¡Aleluya!
Carlos Ayala Ramírez es profesor de la Escuela de Liderazgo Hispano de la Arquidiócesis de San Francisco, profesor del Instituto Hispano de la Escuela Jesuita de Teología de la Universidad de Santa Clara y docente jubilado de la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” de El Salvador.