29 de febrero del 2020
Katie Prejean McGrady
Catholic News Service
No me gusta la Cuaresma.
Me disgusta su color. Soy de esas chicas a las que les gusta más el verde y el
blanco que el morado y gris.
No me gusta su música. Todo es en tono menor y de movimiento sombrío como si todos estuviéramos de
camino a nuestra tumba.
No me gusta la duración de esta temporada litúrgica. Cuarenta días es simplemente inoportuno. Que sea
de un mes o mejor nada.
Pero sobre todo: no me gustan las exigencias. No me gusta renunciar a nada ni tampoco me gusta, en la
era de las redes sociales tener que decirle a todo el mundo cuál es mi oblación. Tampoco me gusta tener
que hacer algo diferente. Ya estoy bastante ocupada y creo ser suficientemente generosa. Y por cierto no
me gusta tener que rezar más. Creo que con lo que hago ya es suficiente.
La Cuaresma es una temporada de inconvenientes y precisamente por eso la necesitamos.
Las cosas de la Cuaresma que encuentro inconvenientes y desagradables –los colores monótonos, la
música sombría y las exigencias de ayunar, orar y dar limosnas– me recuerdan cuán inconveniente fue la
cruz y la ofrenda asombrosa del sacrificio de Cristo.
La muerte no tiene nada de conveniente, sobre todo ser condenado sin haber hecho nada para merecerlo.
No es conveniente cargar una cruz por una senda empinada, rodeado de gente que se burla y te
atormenta. No es conveniente que te puncen las manos y los pies con clavos y luego, mientras jadeas para
poder respirar, expuesto a la vista de todos, tu madre solloza ahí de pie.
No hay nada de conveniente o deleitable en la muerte de Nuestro Señor Jesús. Y tener que pasar 40 días
pensando en ello, preparándonos para seguir pensando aún más en ello, resulta muy inconveniente y
particularmente incómodo
Pero cuando me pongo a pensar en ello –aunque sea por un breve momento– me acuerdo de la senda que
caminó, de la cruz que cargó, de las heridas que aguantó y de la humillación que sufrió, tan inconveniente
para él, pero absolutamente necesario para mí.
La muerte inoportuna de Cristo es mi medio de salvación y si bien no quisiera ni meditar ni reflexionar en
ello porque me resulta incómodo, es esencial que lo haga y que lo reconozca como un obsequio.
La Cuaresma se nos da para pensar en este misterio asombroso: que el Dios del universo mandó a su hijo
unigénito para morir en la cruz por un mundo lleno de gente que lo rechaza mayormente, lo ignora, lo
critica y se burla de él.
Por 40 días con la sabiduría y bajo la dirección de la Iglesia se nos pide que recemos un poquito más, que
nos demos tiempo para hablar realmente con este Dios que murió por nosotros. La Iglesia nos pide que
hagamos sacrificios intencionales y deliberadamente —algo pequeño o grande, una bebida gaseosa o las
redes sociales— renunciar a algo para lograr algo mayor. La Iglesia nos invita a ser generosos, a entregar
dadivosamente nuestro tiempo, talento y tesoros.
Y si bien nada de eso es de mi agrado necesariamente, no puedo decir que lo odio tampoco. Claro, lograr
esos sacrificios es un reto, encontrar tiempo para rezar más me hace pensar que estoy más ocupada de lo
que realmente estoy. Es un esfuerzo, inconveniente y difícil pero un esfuerzo finalmente que edifica mi
virtud y me santifica.
Prejean McGrady es una oradora y autora católica internacional. Es directora de proyectos de Ave Explores
de Ave María Press. Tiene un título de teología de la Universidad de Dallas.